Mi experiencia como emprendedor: el crecimiento de la empresa
Continuando con esta serie de relatos, sobre lo que ha sido mi trayectoria como emprendedor industrial, hoy le toca el turno a la parte más “dulce” de esta historia.
Empezando a crecer
Una vez superamos los años iniciales, con estrecheces pero siguiendo una trayectoria que nos permitió alquilar un pequeño local, ampliar modestamente la flota de vehículos y contratar a un par de empleados, nos posicionamos en el sector como una empresa de referencia y llegamos a tener como clientes a la mayoría de establecimientos que trataban con el artículo que era el objeto de nuestro negocio. Al mismo tiempo, nuestra marca era sinónimo de “tranquilidad” para aquellos propietarios que tenían que transportar sus artículos de un lugar a otro, por la causa que fuera, por lo que muchos de los establecimientos que trataban con estos productos nos contrataban casi de manera obligada, si querían garantizar un buen servicio a sus clientes y no tener problemas con ellos.
Ya expliqué en mi anterior artículo que nuestras tarifas estaban pensadas para prosperar, no estaban hechas “a la baja”, por lo que cobrábamos más que el resto de los profesionales que se dedicaban a lo mismo, en circunstancias similares a las nuestras. Por ello, al cabo de unos años empezamos a tener unos beneficios “aceptables”, lo cual nos ayudó a vivir una época de cierta tranquilidad económica y de ilusión en el futuro.
En aquellos tiempos habíamos conseguido un nuevo local, de alquiler, y ya teníamos un número considerable de vehículos y de empleados, sin ser una gran empresa.
Mi socio y yo habíamos organizado los turnos de guardia de los empleados, con la figura de un “encargado”, de tal manera que nos permitía liberarnos un poco de tener una presencia continua para cubrir incidencias, como que algún conductor sufriera un percance o se pusiera de baja durante los turnos de guardia, en noches o festivos. Esto nos proporcionó algo más de descanso -físico y mental- y la oportunidad de disfrutar un poco de la vida con nuestros seres queridos, cosa que agradecieron enormemente.
En mi caso particular, no pude recuperar aún mis antiguas amistades porque no llegamos a tener el nivel de desconexión que me permitiera tener tiempo libre para ello, porque el poco del que disponía lo dedicaba en exclusiva a mi mujer y a mis dos pequeños hijos, así que mi vida “social” se reducía únicamente al entorno que giraba alrededor de ellos.
Imagen de Jaclou Dl, en Pixabay
Aún así, fueron tres o cuatro años que recuerdo con una sensación de cierta libertad y desahogo económico, factores que me permitieron comprar una caravana y disfrutar de muchos fines de semana en un cámping, en el que mis hijos disfrutaban de la naturaleza y de jugar con otros niños, mientras que mi mujer y yo también socializábamos con algunos de los vecinos de aquel pequeño universo de casas prefabricadas.
Fue bonito mientras duró…
Pasado ese tiempo de bonanza, las cosas se empezaron a complicar.
La situación del mercado nos “obligó” a trabajar para una serie de grandes compañías que estaban acaparando el transporte del artículo al que nos dedicábamos.
Se trataba de trabajar para ellas o de dedicarnos a otra cosa, así de claro. Optamos por la primera opción.
Al principio todo fue bien, porque aceptaron nuestras tarifas y condiciones, elogiando nuestra gran especialización y la calidad de los servicios pero, al cabo de un tiempo, empezaron a aplicarnos sus estrategias de verdaderos “tiburones” que eran.
Esas estrategias consistieron en proporcionarnos una gran cantidad de servicios, para lo que tuvimos que comprar más vehículos y contratar a más personal y, cuando ya estábamos en un nivel de endeudamiento importante ¡nos rebajaron el precio por nuestros servicios y empeoraron nuestras condiciones de trabajo y de facturación!
Así de simple, acompañado del típico “lo tomas o lo dejas”.
Para aquel entonces, otras empresas de la competencia habían creado vehículos que realizaban los servicios con ciertas garantías y se ofrecían a nuestros clientes, aceptando de buen grado sus pésimas condiciones, con la vista puesta en que la cantidad de servicios que les podían proporcionar supliera la precariedad del precio unitario.
¡Pero eso es un gran error! Sobre todo cuando no haces bien tus números.
Lo que nuestros competidores no tuvieron en cuenta es lo que se llama la “rentabilidad mínima” de todo producto o servicio, es decir, que si tu precio está por debajo del mínimo que te permite tener beneficios o, por lo menos, no tener pérdidas, cada servicio que realices estará multiplicando irremediablemente tus pérdidas.
Esto se aplica a cualquier sector de la economía, ya sean servicios o productos lo que proporciones a tus clientes.
Estas estrategias de “vender a la baja” sólo las pueden poner en práctica grandes empresas, porque cuentan con las reservas suficientes para cubrir sus pérdidas durante el tiempo que hayan previsto mantener dicha situación, con el objetivo de quedarse con una parte del mercado desbancando a la competencia. En ningún caso es aconsejable para pequeñas o medianas empresas y, aún menos, cuando los clientes son empresas mayores que ellas, porque serán estas las que les obliguen a mantener esas bajas tarifas por más tiempo del que podrían soportar; como efectivamente pasó con algunos de nuestros competidores.
Imagen de Hans Braxmeier, en Pixabay
Nuestro gran error
¿Cuál fue nuestro error?
Entrar en un mundo de grandes compañías, siendo nosotros unos humildes empresarios con un desconocimiento total de las políticas agresivas que podían emplear a medio plazo esos gigantes.
Simplemente, no estábamos suficientemente preparados, o informados, para prevenir y contrarrestar lo que se nos vino encima. Confiamos en que aquellas grandes empresas continuaran con su política de respetar nuestros precios, pero no fue así.
Con la perspectiva que aporta el tiempo transcurrido, ahora puedo decir que mi socio y yo también “pecamos” de falta de humildad (o de egocentrismo) porque, mientras nos elogiaban por nuestra calidad en el trabajo y aumentaban el número de servicios que nos daban nuestros clientes, no quisimos ver que parte de esos servicios que nos proporcionaban estaban dejando de dárselos a otras empresas que se dedicaban a hacerlos antes que nosotros, sin importarnos lo más mínimo las repercusiones que eso pudiera representar para dichas empresas.
Este es el Efecto Boomerang: aquello que lanzas (o que haces), siempre vuelve…
Aprendiendo de los errores
Quiero que los lectores tengan muy claro que estoy relatando esta historia, totalmente verídica, como un ejemplo de FRACASO de un proyecto emprendedor, no con el fin de desanimar a nadie sino, todo lo contrario, con el afán de que sirva de APRENDIZAJE para futuros emprendedores y emprendedoras, ya que los humanos aprendemos más de los errores que de los aciertos.
Cuando a una persona le va todo bien en un ámbito, es difícil que se ponga a analizar qué es lo que hace para conseguir su éxito ¡porque no lo necesita!
Sin embargo, se consiguen muchas enseñanzas valiosas al estudiar los fracasos (propios o ajenos) que ayudan a mejorar las estrategias de actuación y a prevenir posibles dificultades y errores.
Este es mi objetivo con estos artículos: ayudar a emprender con la mayor seguridad y éxito posibles.
¿Me sigues acompañando para ver cuál fue el giro que dieron los acontecimientos dentro de mi pequeña empresa?
Imagen principal de Nattanan Kanchanaprat, libre de derechos, en Pixabay.
2 comentarios
Bonjour, ton blogue est très réussi! Je te dis bravo! C’est du beau boulot! 🙂 Jocelin Briano Pelage
¡Muchas gracias, Jocelin! Chema Montorio