Mi experiencia como emprendedor: el final de una etapa

Web de Chema Montorio - Mentor Formador y Mediador

Mi experiencia como emprendedor: el final de una etapa

Este es el último artículo sobre lo que fue mi experiencia como emprendedor industrial, durante 20 años de mi vida.

No considero que este proyecto haya sido un fracaso, y no lo digo para evitar que mi ego salga malparado, sino porque pienso que tuvo importantes elementos de valor, aunque otros aspectos no tuvieran una buena gestión y hubieran sido claramente mejorables.

El hecho de conseguir vivir durante tantos años de lo que fue una idea innovadora, en un sector que desconocíamos en profundidad, y de haber alcanzado el nivel de reconocimiento que obtuvimos de un enorme número de clientes, tanto particulares como establecimientos especializados y grandes empresas de dicho sector, además de nuestra propia competencia, me da a entender que el proyecto fue un gran éxito, pero con una gestión “defectuosa” y un final -no deseado- provocados por la conjunción de un importante número de factores de diferente índole, entre los que se encontraba nuestra falta de preparación a nivel empresarial.

Creo que los conceptos de “éxito” y “fracaso” son muy relativos y, me atrevería a decir, que se prestan a una interpretación ambigua que puede ser muy cruel con los emprendedores (y con todas las personas en general), por lo que he querido establecer de inicio cuál es mi visión de esta cuestión en lo que se refiere a mi proyecto, por si a alguien le sirve para salvaguardar su autoestima al adoptar una perspectiva más positiva de sus propias vivencias en este terreno.

Como he repetido a lo largo de estos artículos: sólo se aprende de los errores, por lo que es muy importante ser consciente de ellos y no esconderlos bajo la alfombra, pero también es necesario visibilizar todo aquello de valor que hemos conseguido, para poderlo replicar en futuras ocasiones y, también, para reforzar nuestra autoconfianza.

Para retomar la narración de mi caso particular, tengo que trasladarme al momento en que fui consciente de lo que mi asesor fiscal y contable estaba haciendo realmente con mi empresa: robarme y utilizarla para fines fraudulentos.

Mi creencia -errónea, ahora lo sé- de que yo era el único que tenía toda la información para poder decidir acertadamente sobre cómo se debía dirigir el negocio, me llevó a menospreciar las advertencias de personas cercanas a mí sobre los indicios de que algo raro estaba pasando dentro de la empresa, hasta que una catástrofe en mi vida personal y familiar me hizo abrir los ojos.

Cuando mi pareja decidió separarse de mí, harta del cambio radical de mi carácter y de sufrir continuamente por ver al desastre económico al que se abocaba la empresa, y por tanto también nuestra familia (los socios únicos de las sociedades las avalan con sus bienes presentes y futuros, hay que recordarlo), empecé a pensar que alguna cosa no estaba bien en mi forma de actuar, que yo debía de tener “algo que ver” en aquel enorme desastre en que se había convertido mi vida y mi trabajo, por lo que estuve de acuerdo en dicha separación y, poco a poco, comencé  a tomar consciencia de mi verdadera responsabilidad en todo lo que había pasado hasta entonces.

Aún me costó un par de años más decidirme a pedir ayuda psicológica pero, finalmente, comencé un proceso de terapia de la mano de una estupenda psicóloga y coach, con el que conseguí poner orden, progresivamente, en lo que afectaba a mi estado emocional y a la disminución de mis competencias profesionales.

Imagen de Gordon Johnson en Pixabay 

Gracias a este tratamiento conseguí recuperar la lucidez y la confianza en mí mismo, llegando a aceptar que, si quería subsistir sin agravar aún más la situación, debía tomar decisiones drásticas, como la de despedir a los empleados que me quedaban o vender el local de la empresa, ya que los números hablaban por sí solos: era imposible seguir manteniendo aquella estructura ni un minuto más.

Esto último era algo obvio, desde hacía tiempo, para muchas personas, pero YO no había sido capaz de verlo, supongo que por la suma de varias circunstancias:

#1. Me invadía un tremendo sentimiento de frustración, causado por todo lo que rodeó a la disolución de la sociedad y a lo ocurrido con mi exsocio, al considerar injusto todo lo que me habían hecho sin yo merecerlo.

#2. Me encontraba en un estado de agotamiento emocional y mental.

Todos los años que había pasado sin tener una vida personal y familiar satisfactorias, debido a la enorme exigencia que representaba seguir con aquel modelo de empresa, me pasaron finalmente una factura muy alta.

#3. Mi falta de preparación como empresario, como ya he mencionado antes.

Este hecho es algo a lo que, en mi opinión, no se le presta la atención adecuada entre muchas de las personas emprendedoras, ya que se sienten suficientemente preparadas con la formación sobre gestión empresarial que, de forma muy somera a mi entender, están proporcionando los organismos relacionados con este ámbito.

A la vista de lo que ocurre a este respecto, considero una gran irresponsabilidad que no se haga hincapié en la necesidad –totalmente real- de que los emprendedores completen esta formación empresarial “básica” con cursos de gestión organizados por niveles, para adaptarlos a las capacidades y a las necesidades concretas de los emprendedores, con los que obtener unos conocimientos suficientes que les permitan tener un mínimo control y perspectiva para manejar sus proyectos de negocio con mayores expectativas de éxito.

Creo que la falta de preparación en gestión empresarial fue el factor determinante, en un sentido práctico, que me impidió tener una mayor visión de lo que debía de hacer con mi negocio para emprender con mayor seguridad.

Es muy habitual, para los emprendedores, suplir la falta de formación específica con la voluntad y el esfuerzo, lo cual está bien en ciertas cuestiones, pero no es suficiente en las relacionadas con temas puramente “de números” donde, en ciertos aspectos muy importantes, solemos poner por delante el corazón antes que la razón.

Imagen de marcverges9 en Pixabay

Los micro-empresarios tenemos un contacto muy estrecho con nuestros empleados, con los que llegamos a forjar incluso lazos afectivos que nos condicionan mucho a la hora de tomar decisiones que otros empresarios, con mayor perspectiva y visión empresarial, son capaces de tomar en función únicamente de los factores económicos y de la viabilidad de la empresa, al contrario de lo que nos suele pasar a los emprendedores.

Y esto es lo que me pasó a mí: mantuve a la mayoría de los empleados en la empresa mucho más tiempo del que hubiera sido económicamente razonable, porque los conocía estrechamente y “me sabía mal” despedirlos, pensando que sería capaz de arreglar la situación en un futuro próximo.

Algo parecido me pasó con un proyecto con el que pretendía “reflotar” la empresa: no hice un buen estudio económico previo, al estar “convencido” de que funcionaría, y me quedé con un artilugio cuya fabricación me costó una pequeña fortuna (que no tenía) y que fue totalmente inútil.

Mis intenciones eran muy loables pero ¿cuál fue el resultado final?

Un montón de deudas para mí y tener que despedir a todos los empleados igualmente, al cabo de poco tiempo.

Lo cual me lleva al final de esta historia, sobre mi experiencia como emprendedor industrial.

Gracias al restablecimiento de mi equilibrio emocional conseguí tomar las dolorosas pero necesarias decisiones: despedir a mis empleados, buscando las soluciones más satisfactorias para ellos, y vender el local que, por suerte, fue a una persona que me alquiló una parte del mismo mientras continué con la empresa.

Cuando me quedé solo en el negocio adopté la manera de trabajar de nuestros orígenes, es decir, realizando todas las acciones concernientes a la recepción y la realización de los servicios de transporte, con lo que recuperé el trato directo con la clientela, ya fueran particulares o establecimientos. Esto me proporcionó momentos de gran satisfacción, puesto que volví a entablar conversaciones con personas muy dispares que, en algunos casos, nos llevaron a mantener posteriores relaciones, sociales o de amistad.

Además, como también había dejado de trabajar para las grandes empresas que tanto me habían perjudicado, ya no tenía que cumplir sus exigencias operativas y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que volvía a tener el control de mi empresa y que disfrutaba de nuevo con mi trabajo, por lo menos en una parte del mismo, aunque los ingresos estaban por debajo de lo que hubiera sido razonable para pensar en un futuro halagüeño.

Aquella fue una época -unos 2 años- en la que pude relajarme mentalmente y reflexionar sobre mi futuro, llegando a la conclusión de que no quería que el resto de mi vida estuviera supeditada a lo que pasara con una empresa en la que podían influir muchísimos factores que se escapaban a mi control, como la inestabilidad de los mercados, los altibajos financieros o las políticas de las grandes multinacionales, entre otros muchos.

Después de reflexionar seriamente durante algún tiempo, llegué a la conclusión de que debía dejar la empresa y orientar mi vida hacia un ámbito totalmente distinto, en el que pudiera desarrollar mis capacidades sin necesidad de depender de una gran estructura o de los caprichos de grandes corporaciones.

Además, conseguí identificar cuál era el objetivo al que quería dedicar mi esfuerzo profesional: quería ayudar a las personas.

Y así fue como dejé de ser un emprendedor industrial; sin grandes rencores o frustraciones al volver la vista atrás aunque, no lo voy a negar, con una sensación amarga que se ha ido diluyendo con el tiempo, sobre todo gracias a ser consciente de los aprendizajes que me han supuesto esa larga etapa de mi vida y que, siguiendo la máxima de que “no hay mal que por bien no venga”, ahora puedo compartir con otras personas con la esperanza de que también les sean de utilidad.

Por eso he querido empezar este último artículo argumentando mi idea de lo que es el éxito en una actividad de este tipo, porque no hay nada escrito sobre que un proyecto emprendedor tenga que ser “para toda la vida”.

¡Pero si ni siquiera los matrimonios lo son! en muchos casos…

La vida es cambiante y las personas también lo somos. Es posible que lo que ayer nos hizo ilusión, hoy se haya convertido en una mera rutina sin alicientes personales para nosotros; o que aquello que comenzó de una forma o con un objetivo que nos llenaba a todos los niveles, por las razones que sean se haya convertido en algo que ya no nos guste o que incluso nos perjudique.

¿Tenemos que seguir aferrados a ello el resto de nuestra vida?

Yo creo que no, y ser conscientes de ello, para rectificar antes de que sea demasiado tarde, lo considero una estupenda muestra de inteligencia.

El final de una etapa, siempre es el comienzo de otra, ¿quizás más interesante?

Imagen de Majaranda en Pixabay

Para quien se lo esté preguntando, actualmente me dedico a proyectos en los que abarco diferentes disciplinas y objetivos, aunque siempre trabajando en la misma dirección, la de ayudar a que los demás puedan mejorar su manera de vivir, ya sea a título individual o comunitario.

Pero esto ya forma parte de otra historia…

Imagen principal de Pixabay, libre de derechos.

 

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